Francisco Javier Morales Hervás y Aurora Morales Ruedas / Doctor en Historia y Graduada en Historia del Arte

El ambiente de renovación intelectual que caracterizó al Renacimiento favoreció la aparición en la Iglesia Católica de diversas corrientes reformistas, cuyos casos más extremos dieron lugar a la escisión protestante, protagonizada, entre otros, por luteranos y calvinistas. A pesar del férreo control que intentaba mantener la Inquisición, nuestro país no fue ajeno a esta dinámica de revisión espiritual, que también fue favorecida por la difusión de la imprenta al facilitar que muchas personas pudiesen acceder a la lectura de textos religiosos o tratados teológicos, lo cual impulsará la creación de movimientos como el de los “alumbrados”, donde tendrán un especial protagonismo algunas mujeres.

Una de ellas fue Isabel de la Cruz, nacida a finales del siglo XV en Guadalajara en el seno de una familia judeoconversa. Desde muy pequeña mostró un gran interés por la espiritualidad y siendo una adolescente empezó a vivir según la regla franciscana, aunque desde una visión más radical conocida como “dejamiento”, según la cual todo se hacía depender de la voluntad divina. Con un discurso sencillo y directo en el que, entre otras cuestiones, criticaba el excesivo peso de la liturgia y las normas en la religión cristiana, abogaba por una vivencia más personal y menos rutinaria del hecho religioso y negaba la existencia del infierno, Isabel se convirtió en uno de los principales referentes del movimiento “alumbrado”, que tuvo bastantes seguidores en Castilla, sobre todo en núcleos como Pastrana, Escalona, Toledo, Alcalá o Salamanca. En 1519 fue acusada por una de sus antiguas seguidoras ante el Tribunal de la Inquisición por la heterodoxia de sus ideas y por atreverse “a hablar e doctrinar syendo mujer e sin letras”. No se abrieron diligencias contra ella hasta 1523, cuando se le prohibió que siguiera difundiendo sus ideas en reuniones a las que acudían destacados personajes como nobles y profesores de la universidad de Alcalá. Al negarse a acatar esta orden fue encarcelada y se inició un largo proceso de edictos y persecuciones que finalizaría con un auto de fe en 1529 por el que se sentenciaba a Isabel y a otros de sus seguidores a prisión perpetua. Esta pena le fue conmutada en 1538 por la realización de penitencias y oraciones y el abandono de la vida pública, que conllevó un aislamiento y un anonimato que explica que a partir de ese momento se desconozcan más datos de su vida.

María de Cazallas fue una de las principales seguidoras de Isabel de la Cruz, a la que había conocido en el palacio del Infantado de Guadalajara, donde sus dueños, la prestigiosa familia nobiliaria de los Mendoza, promovían la realización de reuniones en las que se trataban temas relacionados con la renovación espiritual. María había nacido en 1487 en Palma del Río y pertenecía a una familia burguesa de origen judeoconverso que se dedicaba a las finanzas y cuya buena posición económica permitió a muchos de sus miembros tener acceso a una buena formación, de hecho, uno de sus hermanos, Juan, fue capellán del cardenal Cisneros y llegó a ser obispo. En este sentido, María no fue una excepción en su familia, pues logró alcanzar una notable cultura, que le permitió tener acceso a la lectura de las sagradas escrituras, de numerosas obras de autores clásicos, de padres de la Iglesia y de pensadores contemporáneos como Erasmo.

Izq.: Representación de un tribunal de la Inquisición semejante al que tanto Isabel de la Cruz como María de Cazallas tuvieron que enfrentarse. Dcha.: Palacio del Infantado de Guadalajara, donde la familia nobiliaria de los Mendoza promovía reuniones relacionadas con la renovación espiritual. 

Cuando tenía 25 años María se fue a vivir a Guadalajara al casarse con Lope de Rueda, un rico propietario con el que tuvo seis hijos. Al llegar a esta ciudad alcarreña empezó a relacionarse con la familia Mendoza y ello le llevó a conocer a Isabel de la Cruz, con la que compartía similares inquietudes espirituales, aunque Isabel lo hacía desde una visión más intuitiva y María desde una perspectiva más racionalista. Cuando Isabel fue encarcelada por la Inquisición, María se convirtió en uno de los principales líderes de los alumbrados, destacando por su intensa actividad como predicadora en la que evidenciaba una extraordinaria capacidad didáctica y un notable conocimiento de la Biblia, cuya interpretación personal no dudó en exponer en escritos que tuvieron gran difusión.

Sus ideas transgresoras, como la defensa de una vida religiosa alejada de la superficialidad, relativizar el valor de los sacramentos y otorgar superioridad al matrimonio sobre la castidad, junto con su heterodoxa interpretación de los textos sagrados, hicieron que en 1532 fuese encarcelada al ser acusada de hereje por la Inquisición. A pesar de que durante los dos años que duró su encarcelamiento sufrió torturas, no delató a sus seguidores ni renegó de sus ideas, de hecho, haciendo uso de su amplia cultura y de sus dotes retóricas logró hacer frente con solvencia a las argumentaciones de los inquisidores, lo cual, junto a las declaraciones que en su favor hicieron destacados miembros de las poderosas familias que la apoyaban, posibilitaron que fuera absuelta en 1535, aunque tuvo que pagar una elevada multa, cumplir penitencia y retractarse públicamente.

Aunque, en ocasiones, se ha presentado a Isabel y María como representantes del germen del protestantismo en España, hay que recordar que afirmaron no ser partidarias de las ideas de Lutero. Lucharon contra convencionalismos y padecieron una dura persecución por defender heterodoxas ideas de renovación religiosa y, sobre todo, por hacerlo públicamente, algo que estaba especialmente vetado a las mujeres.