Francisco Javier Morales Hervás / Doctor en Historia.

Estaba a punto de finalizar el mes de agosto de 1645 y los calores veraniegos no eran una buena compañía para Francisco, insigne escritor, cuya intensa vida le había llevado a probar los dulces sabores de la miel de éxito, pero también las amargas hieles del fracaso, el destierro y la cárcel. Sintiendo que la visita de Tánatos estaba muy cercana, desde hacía unas semanas había abandonado su residencia en la cercana población de Torre de Juan Abad para pasar sus últimos días junto a los monjes dominicos de Villanueva de los Infantes.

Imagen parcial nocturna del templo.

El deterioro de su salud hacía aún más evidente la cojera que le acompañaba desde su nacimiento. No obstante, no dudó en realizar un esfuerzo para llevar a cabo una postrera visita al conjunto monumental que le acogía. Decidió empezar por la iglesia, a la que accedió desde la plaza de San Juan a través de una portada de medio punto que estaba enmarcada por dos columnas jónicas y sobre el entablamento aparecían el escudo y el emblema de la orden dominica a ambos lados de un edículo en el que se representaba a Santo Domingo predicando sobre un púlpito. El templo respondía a las normas básicas establecidas a partir del Concilio de Trento: el edificio era de una sola nave con un crucero y tres capillas laterales a cada lado. La nave estaba cubierta con una bóveda de medio cañón con lunetos y aparecía reforzada por arcos fajones que descansaban sobre pilastras de estilo dórico, mientras que para las capillas laterales se optó por bóvedas de crucería para su cubrición.

Claustro

La sensación general que ofrecía el edificio era de cierta austeridad, que tan solo se rompía, en cierto modo, en la denominada capilla de las Ánimas, situada junto al crucero, en el lado izquierdo, donde se eligió el orden corintio para las pilastras de acceso y una decoración de rosetas y puntas de diamante en el intradós del arco, además de una llamativa decoración heráldica en el frontal del altar. Con el fin de centrar la atención de los feligreses, la capilla mayor estaba ligeramente sobreelevada con relación al resto del templo. Esta capilla había sido realizada a finales del siglo XVI por Diego de Alcaraz y en ella destacaba un retablo con columnas salomónicas sobre el que aparecían unos frescos en los que se representaban escenas vinculadas a la vida de Santo Domingo.

Tras rezar ante el cuadro de la Virgen de la Antigua que se encontraba en la sacristía, Francisco dirigió sus lentos y torpes pasos hacia el convento, donde se sintió reconfortado paseando lentamente alrededor del hermoso claustro de planta cuadrangular, realizado en ladrillo y que estaba definido por arcos de medio punto que se apoyaban en pilastras de orden toscano, sobre el que se situaba un entablamento que sustentaba un piso superior en el que se abrían ventanas rectangulares.

Aunque en el claustro se podía disfrutar de un cierto frescor que ayudaba a mitigar de forma considerable los duros efectos de los calores estivales, Francisco se encontraba agotado y por ello decidió dirigir sus pasos hacia su habitación. Se trataba de un espacio pequeño y austero, pero en él disponía de todo lo que precisaba en esos días: tranquilidad y sosiego para calmar su atormentado espíritu y una mesa con papel y tinta con la que dar forma a sus últimos escritos. Al llegar a su habitación le flaqueaban las piernas, pero no su mano, por lo que empezó a componer un soneto: “Ya formidable y espantoso suena dentro del corazón el postrer día…”

Celda donde pasó las últimas horas de su vida Don Francisco de Quevedo y Villegas. (Fotografías facilitadas por Turismo de Villanueva de los Infantes)