Francisco Javier Morales

Francisco Javier Morales Hervás/ Doctor en Historia

Aunque había nacido en Asturias, Federico siempre tuvo muy presente sus raíces manchegas, por ello no resultaba muy extraño encontrarlo a mediados de octubre de 1929 en la localidad de La Solana junto a su inseparable amigo Guillermo. Ambos andaban inmersos en la elaboración de un nuevo libreto para una zarzuela, género en el que ya habían obtenido importantes éxitos con destacadas obras como las afamadas “La canción del olvido” y “Doña Francisquita”.

Ahora necesitaban nueva inspiración y Federico estaba convencido de que en los llanos de La Mancha y en sus laboriosas gentes podrían encontrarla. Como cada mañana se levantó cuando comenzaba a alborear y, mientras Guillermo seguía descansando, se fue a la plaza mayor, donde en una taberna situada en los soportales definidos por arcos de medio punto pudo tomar el primer café del día. Desde allí tenía una estratégica posición para contemplar la llamativa silueta de la Iglesia de Santa Catalina, en la que destacaba orgullosa su esbelta torre, que, según le habían comentado, era la más alta de la provincia. Mientras estaba admirando la imagen exterior del templo se le acercó un sacerdote que se prestó a acompañarle para que pudiese contemplar y disfrutar de este bello edificio religioso.

Según pudo conocer por el sacerdote, las obras de la iglesia se iniciaron hacia 1420 y no finalizaron hasta un siglo después, concretamente en 1524, pues a lo largo de esta centuria hubo que hacer frente a diversas reparaciones. Accedieron al templo por la portada de Santa Catalina, de mediados del siglo XVII, que conjugaba elementos herrerianos y barrocos. Realizada en granito, constaba de dos cuerpos: el inferior en el que se encuentra la puerta enmarcada por dobles columnas sobre plinto y el superior en el que se dispone una hornacina que acoge la escultura de la santa, enmarcada por dos columnas corintias que sustentan un entablamento de triglifos que soporta un frontón curvo.

En el interior, Federico se sintió gratamente acogido por un amplio espacio definido por una única nave cubierta con bellas bóvedas de crucería separadas por arcos fajones ligeramente apuntados. A ambos lados de la nave se disponían diversas capillas, de las cuales dos llamaron especialmente la atención a Federico por su belleza: la capilla gótica de los Salazares y la capilla de los Comendadores. Finalmente Federico centró su interés en el magnífico retablo situado tras el altar mayor, que según le comentó el sacerdote, se realizó en el último cuarto del siglo XVI siguiendo los preceptos emanados del Concilio de Trento y fue obra de los maestros Luis de Vellorino y Juan Ruiz Delvira, que emplearon en su realización un estilo a caballo entre el Manierismo y el Barroco. El retablo constaba de un banco, tres cuerpos y un ático y verticalmente se dividía en cinco calles. En la central se situaba el sagrario, sobre él la imagen de Santa Catalina y sobre ella la Asunción de la Virgen. En el ático se representaba el Calvario. Tras la visita salieron al exterior del templo por la puerta de Santiago, inscrita bajo un gran arco de medio punto que acoge una especie de templete barroco en el que se sitúa una hornacina con la figura de Santiago.

Una vez que regresaron a la plaza mayor, Federico quiso agradecer al sacerdote el tiempo y las explicaciones que le había dedicado invitándole a un chato de vino y mientras lo degustaban vieron pasar con cestos llenos de rosas de azafrán a varias mujeres que esa mañana muy tempranito habían salido del pueblo con el hatico.

Fotos Turismo/Sebas Candelas y La Solana Digital