Un tesalio llevó ante Filipo, rey de Macedonia y padre de Alejandro, un caballo de nombre Bucéfalo y los más hábiles jinetes de la corte quisieron domar a este fiero y salvaje corcel. Nadie de los presentes pudo hacerlo pues parecía empecinado a bajar de su lomo a todo aquél que osara montar. Filipo entonces lo rechazó, pero Alejandro, que estaba presente, les dijo: “¡Pero, qué bárbaros…! ¿Cómo quieren perder este caballo simplemente porque es tímido e inexperto? El padre le reprochó su actitud diciéndole de paso: “Como si fueras tú a ser capaz de montar este caballo…”.

Alejandro no se amedrentó y apostó el precio del caballo mismo, en caso de no poder apaciguarlo. El rey rió, lo mismo que la corte. Pero Alejandro se acercó al caballo, empuñó las riendas, volvió la cabeza de este hacia el Sol, pues había observado que el noble corcel se asustaba hasta con su propia sombra, le acarició, soltó su manto, dio un ágil brinco y montó en el corcel. Sujetó con fuerza las riendas, cabalgó con él y volvió a paso lento y tranquilo con un corcel agradecido.

Dicen los historiadores que Filipo, al verle, le dijo: “Hijo mío, busca otros reinos; Macedonia, el que poseo, es muy pequeño para ti y sé que no podrá satisfacerte…”.